Por María Paz Castillo
Me siento como escena final de película de Bollywood: siendo la peor de la clase, llena de dificultades físicas y con todo en contra (o sea menos que eso, la llena de fierros, la que cuando cambia el tiempo sólo quiere dormir con tramadol a la vena o la que hasta hace un tiempo ni cama tenía para dormir) y llegando a una meta y ganando, las graderías atestadas de gente gritando y bailando, el sonido de sus voces en una gran mezcla de euforia, sonidos, emoción. ¿Cachai lo que significa esa sensación de ganarte a ti misma? ¿Cachai lo que significa aprender a caminar unas 3 veces y de pronto estar bajando por esas sinuosas carreteras a pura pierna y pedal?. A los 32 años, con un mapa de cicatrices interesante, con un cuerpo que pucha que me ha jugado momentos terribles. Ahí estaba: no sólo llegando a Lo Vásquez, sino llegando hasta Valpo, viendo el mar como cualquier hijo (ciclista) de vecino y no sólo eso: siguiendo todo el fin de semana el pedaleo. Sin frenos hidráulicos ni cambios lujuriosos. Sin una vida de deportista. Sin luces más que un par de las típicas de silicona, una de dos lucas de la ferretería de los chinos y otra comprada al Dr. Bike. Sin más equipo que la misma tenida que compré para ir a las terapias hace año y medio (Porque obvio, nunca he tenido ropa deportiva y me carga), un polerón común del persa de Los Morros y un cortavientos que me pillé en la (RIP) feria del Parque Forestal. Con un bolsito que me compré para no tener los documentos en una bolsa plástica. Todo lo demás era yo, mis miles de ganas de tirar la bicicleta lejos y que me viniera a rescatar un helicóptero, mi cabeza amarilla que a veces me decía que era una locura, que en una de esas la había cagado, que era mucho esfuerzo. Y también mis ganas de llegar y probarme a mi misma que puedo.
Sensación corporal
No tener poto ni vagina o una sola masa amorfa, inentendible e inseparable, es la sensación que tengo luego de cuentas más, cuentas menos pedalear en total 176 kilómetros entre mi ida a Lo Vásquez y los mini viajes del mismo fin de semana (Santiago-Lo Vásquez, Lo Vásquez – Valparaíso, Valparaíso – Viña, Valparaíso – Con Con – Valparaíso, terminal-casa). No es sexy que lo diga así ni menos imaginarlo, pero es lo más parecido que tengo en sensación corporal y lo más cerca que he estado de una proeza deportiva.
Hoy unos días después no me duele nada, no me morí, sólo que la próxima vez pensaré seriamente, en las calzas con relleno, aunque sean tan ridículas. Acabo de entender, por qué son necesarias.
Desde sexto básico no hice más educación física porque tenía una desviación a la columna que tuvieron que operar, instalando un arsenal de fierros muy parecidos a un ferrocarril. O sea que si antes me daba lata hacer ejercicios, luego de la operación me dio más lata, al final no hice nunca más la asignatura. Flojonaza salí para hacer algún otro tipo de deporte más que bailar desenfrenadamente o caminar por las calles de donde vivía, yendo de visita o inventando algún proyecto. Por lo tanto, en mi época escolar, me dediqué hasta cuarto medio a hacer carpetas en la biblioteca de temas salubres (y aburridos) en vez de hacer sentadillas o la rueda y hoy encuentro mi suerte de venganza: hacer una marca cuantificable de lo que puedo llegar a rendir. Siento que estoy hablando en un idioma que estaba vetado para las de mi clase (kilómetros, tiempos, músculos). Un aspecto absolutamente nuevo de mi persona. Reitero: otro idioma.
A eso le podemos sumar que el año pasado tuve un accidente que incluyó que me operaron pierna y la clavícula izquierda, ósea más fierros, postramiento, aprender a caminar, subir escaleras o bailarme una salsa de nuevo 6 meses después. Y en menos de un año estoy ahí, con mi bicicleta sin cambios y a contrapedal, la más bonita dirían los expertos, mirando a las gaviotas sintiendo el airecito marino. Mirando ese panorama, me siento la raja, súper poderosa, siento que podría hacer cualquiera de esos proyectos alocados que transmito como productora de mega festivales de música, madre de 12 hijos adoptivos, publicar cientos de libros. Comerme al mundo, porque ya me comí todos esos kilómetros ¿Cuánto hay de distancia entre esta proeza y las siguientes?
Pedalear también resulta una forma de pensar y pensé mucho.
En el camino pensé tanto, silbé, canté, lloré, me reí, me sentí súper poderosa y sentí que me iba a morir, como también sentí que la vida era tan hermosa y cursi, como los atardeceres con las gaviotas, como de tarjeta Village que ya no existen. Me comí el mejor Barros Luco que una se pueda comer en Curacaví, con un pan amasado digno de ser representante de los mejores panes del mundo y un shop de los que no tomo nunca porque no me gusta la cerveza, para calmar la sed, como era justo y necesario. Me sentí drogada en una suerte de sicodelia enfermiza en los túneles, con esa voz inentendible (Qué alguien me diga antes de morir qué dicen, por favor), las luces, la gente.
Pensé también en la gente que en verdad por devoción va a ver a la virgen y me dio pena porque tuvieran que pasar obligatoriamente por una feria kilométrica , sin opción. Pensé en las personas que amo, en las personas que quiero lejos de mi vida, pensé en mi futuro laboral, pensé en los lugares que quiero visitar, pensé en cómo hacerla. Pensé, aclaré, ordené por colores los demonios, como suele suceder en los viajes.
Que se acabe el mundo, que no me pase nada más interesante, total, yo ya tengo una de las mejores historias para contarle a mis nietos, cuando estemos bajo algún parrón en la sobremesa.
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