Varias veces me he preguntado cuándo fue la primera vez que vi a alguien en bicicleta y qué sentí cuando eso pasó. Lo segundo, fundamentalmente, porque me recuerdo desde los tres años pidiendo, llorando a mares, una bicicleta para navidad. Y llegó. La navidad de 1991 me trajo una bicicleta de fierro verde limón y ruedas con neumáticos blancos.
Por Valentina Pineda – Ciudad Feminista
La misma noche pedí a mis padres bajar a la calle a probarla. Y allí estaba: apenas pudiendo andar un par de metros, con rueditas de apoyo, y apenas pudiendo frenar. Pero estaba tan feliz, tanto, que durante muchos días repetí la hazaña con igual entusiasmo, gritando, cayéndome, levantándome y volviendo a pedalear. Hasta el día de hoy.
Cuando era niña sentía que la bicicleta me daba un super poder. La capacidad de alcanzar más velocidad por medio de mis piernas y, a través de ella, me parecía algo increíble. Me volvía loca la idea de poder ir donde yo quisiera porque sólo dependía de mí, de mi propio cuerpo, de mis propias decisiones. Y así me transformé en la más rápida de la villa.
Le gané a todos los hombres, pero cuando eso pasó, un vecino muy frustrado por haber perdido me tiró la bicicleta encima y me dejó llorando en el suelo. Entonces aprendí que la libertad que me entregaba la bicicleta estaba en algún sentido mediada o limitada por asuntos que yo no había decidido, pero debía aprender que simplemente son así, o me podía ir mal.
Pero nada me detuvo. Y cuando me atreví a andar por la ciudad y usarla para movilizarme, toda mi vida se transformó. Me daba cuenta de que cualquier punto en el mapa significaba un desafío que involucraba un mapa mental estratégico de rutas posibles, lo cual perfeccioné con los horarios y disponibilidad de ciclovía en algunos casos. Una dirección y mi cabeza trabajaba a mil por hora para llegar de mejor manera a donde tuviera que ir. A mi ritmo, usando mi energía y sintiéndome feliz la mayor parte del tiempo.
Lo que hoy traduzco como autonomía está cargado de grandes luchas contra la pérdida de ésta. Si ya es difícil ser mujer en el espacio público, ser mujer arriba de una bicicleta lo es más. Porque el ciclismo ha sido un territorio compuesto mayoritariamente por varones y porque la evidente priorización de los vehículos motorizados, manejados mayoritariamente por varones, hacen peligrosas las calles para todos los cuerpos. Además, el acoso sexual y otras violencias de género, no se acaban en el ciclismo.
Sin embargo, sobre la bicicleta me siento transgresora. Siento que cada vez que me subo estoy tomando posesión de mi espacio en las calles. De lo que me corresponde. Estoy disputando un territorio que quiero que se transforme para darle cabida a todas las formas de habitar la movilidad, libres de violencia y discriminación. Y eso es también una lucha para transformar el mundo.
Sobre la bicicleta me siento feliz, segura y capaz de llegar a cualquier lugar que me proponga. También siento que he podido ir desplazando muchos límites que creí inamovibles y cruzando muchos otros que me han dado mayor libertad. Libertad que, a pesar de ser leída en el marco del sistema patriarcal, es una motivación y fortaleza para seguir peleando contra él.
La bicicleta es una de mis formas de lucha contra lo que las compañeras mexicanas han denominado el “patriar-carro”, el mejor concepto ciclista del mundo. Porque no me basta querer terminar con el patriarcado, también quiero terminar con los automóviles privados. O al menos cambiar absolutamente nuestra pirámide de movilidad.
Entonces cuando hablamos de cómo mejorar la vida en las ciudades creo que el ciclismo urbano tiene un enorme potencial transformador. Porque además de todos los beneficios en términos de salud física y mental, es una forma de cambiar nuestras relaciones y de habitar el espacio sin contaminar en absoluto.
Probablemente la bicicleta no es para todas las personas. La ciudad actual nos muestra que la locura por pasar primero nos deja, a las y los ciclistas, muy abajo en la escala de prioridades urbanas lo que lo hace más difícil. Más bien somos una molestia e incomodidad. Pero la verdad es que para mí, como mujer, la bicicleta ha sido mi más plausible metáfora de la libertad. Y eso no lo cambiaría por nada en el mundo.