Por Valentina Pineda – Ciudad Feminista
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Nuestras ciudades son el patriarcado escrito en piedra, ladrillo, vidrio y hormigón
(Jane Darke, 1996)
Siempre me gusta decir que desde que aprendí a andar en bicicleta, a los cuatro años, nunca más me bajé de ella. De alguna manera eso es cierto, pero sería incorrecto decir que mi andar ciclista ha sido siempre igual, porque no es así. Mi experiencia ha mutado conforme los años y mi vida en la ciudad.
Haberme aprendido como ciclista urbana ha sido una práctica compleja que no ha estado exenta de dificultades y, aun así, desde hace años decidí que sería uno de los lugares más importantes desde donde me reconocería y enunciaría, incluso políticamente. Porque ser mujer y ciclista en una ciudad que se erige desde el binomio patriarcado-capitalista, y que además es “autocentrista”, es también una intersección de opresiones: supone una pelea constante por un espacio público que teóricamente no nos corresponde.
La bicicleta como aliada histórica de las mujeres y las clases populares
Parte de la historia de las mujeres ciclistas urbanas se remonta a fines del siglo XIX, cuando la masificación de la bicicleta supuso y comenzó un cambio radical para nuestras vidas. La condena de las mujeres al espacio privado doméstico de reproducción social y mantención de la vida, además del control total de nuestra autonomía económica, configuraron un escenario donde la bicicleta se convirtió en una de las herramientas que permitió mayor grado de emancipación, autocuidado y libertad, implicando también el cuestionamiento de las vestimentas incómodas que limitaban la libertad de movimiento.
Para las mujeres sufragistas, la bicicleta fue una importante aliada en la obtención del voto femenino en el Norte Global, lo que sería el antecedente histórico que motivó a la lucha en diversos lugares del mundo por la participación política. Esta experiencia demostró que la bicicleta, además de servir para movilizarnos por los territorios de manera más económica y segura, se convirtió en un vehículo de la transformación social, siendo también un medio accesible para las clases medias y bajas.
En la misma línea, lo que para los varones blancos de clase media-alta significó un medio más para desplazarse en el espacio, para nuestras compañeras fue otro de los motores y muestras de explícitas desigualdades en el territorio que nos llevó a evidenciar un máximo común: no existe experiencia homogénea en las ciudades porque no es posible: somos diversidad y diferencia. Al mismo tiempo, la ciudad tampoco es neutra: tanto el diseño como sus cimientos han perpetuado no sólo la desigualdad de género, sino también de clase, raza y un sinnúmero de elementos y opresiones que se entrecruzan para dar origen a vidas cargadas de injusticia, desigualdad y violencia.
La bicicleta ha sido una de las estrategias que han hecho posible abrir y cuestionar la falsa dicotomía entre el espacio público y el privado, siendo una forma de atravesar la barrera impuesta por la división sexual del trabajo que se transformó en una división sexual del espacio. Esto último significa que la construcción de espacios urbanos no ha tenido en cuenta la diversidad de personas que los habitan ni mucho menos ha sido pensada para los asuntos más básicos de la vida cotidiana: los cuidados y la mantención de la vida. Esto repercute directamente en la calidad de vida de quienes, históricamente, nos hemos ocupado de estos asuntos: las mujeres y, más aún, las mujeres pobres, precarizadas y racializadas.
Por otro lado, la priorización de ciertas actividades y funciones en la ciudad, y su consecuente inversión en infraestructura, han sido fundamentalmente dirigidas a los ámbitos productivos bajo criterios de eficiencia y alta velocidad, estableciendo explícitamente configuraciones espaciales desde una perspectiva totalmente androcéntrica, neoliberal, centrada en el automóvil y, en consecuencia, ecológicamente insostenible. Ejemplo de esto es la proliferación de autopistas urbanas y el ensanchamiento de calles y avenidas con el único objetivo de priorizar la tracción motorizada y seguir relegando a lo residual todo lo que no se corresponda con este uso.
En este escenario de múltiples estructuras que segregan la vida de las personas, la bicicleta sigue siendo un medio que nos permite reapropiarnos de las calles y el espacio público, acceder a recorridos más seguros, utilizar un medio que no contamina y que, con los cuidados correspondientes, muy probablemente nos dure toda la vida. Sin embargo, la falta de infraestructura apropiada y de calidad, el matonaje automovilista en las calles (de las cuales se creen dueños), la carencia de cultura vial y el desconocimiento sobre la Ley de Convivencia en estas materias (que disminuyó la velocidad en zonas urbanas de 60 a 50 km/hora, asunto que nadie fiscaliza y que pocos automovilistas cumplen), hacen que el desplazamiento ciclista se transforme en una batalla constante por un espacio que merecemos y demandamos: las calles son también nuestras.
La culpa no era mía: ni en qué, ni dónde andaba ni cómo vestía
Quienes habitamos la ciudad con el cuerpo en las calles siempre seremos más vulnerables y un problema que le incomoda a la velocidad, la funcionalidad y al individualismo. En la calzada, espacio de uso vehicular cualquiera sea su fuente de energía, somos un “cacho”, a pesar de que su uso nos corresponda, y un atentado a la libertad y al privilegio de quienes viven la ciudad inmersos en un tanque de fierro que para nosotras y nosotros es un arma letal. No hay comparación.
Sin duda, todas y todos los ciclistas nos hemos visto enfrentados a automovilistas que creen que por estar dentro de un auto tienen derecho a ir primero, más rápido y, por sobre todo, a ocupar la calzada completa sin siquiera cumplir con el mínimo de 1,5 metros para adelantar. Al contrario: varios te amedrentan adelantando a pocos centímetros, aprovechando, en muchos casos, de acosarte también. Otros te agreden verbalmente, te echan a la vereda e incluso te pueden llegar a golpear. No es ninguna sorpresa. Tal como se mencionó antes: la mayoría de tenencia de autos es de varones. Tampoco es una sorpresa que, muy probablemente, el dueño sea blanco y con cierto estatus social.
Frente a la amenaza que suponen los automóviles en las calles, la respuesta desde la política pública ha ido en la misma línea del tratamiento que se hace al problema de la violencia de género. Las mujeres y los cuerpos disidentes, tal como las y los ciclistas, incomodamos en las calles. Somos sujetas de conflicto porque siempre estamos donde no tenemos que estar y tenemos que afrontar las consecuencias a punta de irresponsabilidades sobre nuestro autocuidado.
Esto significa que nos apuntan con el dedo si vestimos de una determinada manera, si andamos por la ciudad de noche, si estamos solas o sin compañía masculina, pero también si somos ciclistas, porque en nuestras ciudades sigue primando la ley del más grande y fuerte. Y al respecto se nos responsabiliza por estar o no con casco, con luces, con chalecos reflectantes y todos los accesorios posibles que, supuestamente, nos dan más seguridad. Pero poco y nada de esto sirve realmente en un siniestro vial. Ha sido más fácil responsabilizarnos en vez de problematizar algo que para nosotros es evidente: las calles no son seguras y las y los ciclistas vivimos con miedo.
Respecto a la infraestructura, la situación es la misma. La repartija del espacio sobrante en la calle que no se transformó en calzada obliga a una confrontación innecesaria entre peatones y ciclistas. Lo poco y nada de ciclovías existentes no cumplen con estándares mínimos, están en mal estado, son inconexas, difíciles de abordar y en muchos casos comparten o, peor, quitan espacio a las y los peatones, haciendo incompatible la diversidad y convivencia de movilidad como corresponde.
Como hemos visto, la lucha ciclista y la feminista tienen muchos puntos en común: algunos de ellos son que ambas reivindicaciones abogan por poner fin a una lógica de dominación y subordinación que da origen a opresiones e injusticias diversas, como también a la violencia en todas sus formas. Buscan democratizar y diversificar el espacio en nuestras ciudades considerando que las y los protagonistas de su planificación deben ser las personas, y además que éstas sean más seguras, amables y libres para todas y todos. Asimismo, que ponga en el centro los cuidados y la sostenibilidad de la vida, cuestión que hoy no forma parte de la manera en la que concebimos la ciudad. Y, por último, porque caminar y andar en bicicleta, formas ecológicamente sostenibles y que no tienen ningún impacto negativo, no sean un acto de valentía sino una forma más de habitar y vivir la ciudad.
El año pasado fuimos testigos de cómo los ciclo-asesinatos se transformaron paulatinamente en algo cotidiano. Con dolor nos enteramos de más de 100 compañeras y compañeros muertos a causa de siniestros viales por la irresponsabilidad y velocidad de automovilistas y buses del transporte público. Fue devastador. Pero nada de esto impidió que siguiéramos movilizadas y que, por medio de diversas organizaciones ciclistas de mujeres y mixtas, saliéramos a pedalear las calles exigiendo lo que nos corresponde y buscando hacer justicia. Para el transporte rodado fuimos una molestia inconmensurable por detener el tránsito, pero para nosotras y nosotros fue un grito de auxilio porque nos estaban (y siguen) matando.
Entonces si queremos cambiar y mejorar la vida cotidiana de las personas, pues tenemos que escuchar las experiencias para saber realmente cómo funcionan las cosas. Si queremos apostar por un ciclismo y movilidad sostenible, feminista y diversa, e incluso si queremos construir infraestructura ciclista apropiada, entonces es necesario cambiar las actuales prioridades desde donde se piensan las ciudades, y complementar las estadísticas y números con la realidad cotidiana, y eso sólo se conoce en la calle junto a las personas. De no cambiar, seguiremos lamentando la pérdida de vidas ciclistas y teniendo plena consciencia de que, como bien dijo una compañera ciclista hace unos meses: la próxima puedo ser yo. Tanto porque soy ciclista como porque soy mujer.
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