Por Paola Castañeda, candidata a doctora en geografía, Universidad de Oxford
El alza en las fatalidades ciclistas en América Latina en el último año no puede entenderse sino a la luz del clamor que desde Chile, Bolivia, Ecuador y Colombia, entre otros, se ha consolidado como una consigna transversal y un diagnóstico de nuestra condición común: hasta que la dignidad se haga costumbre.
Esta consigna es reflejo de la precariedad que se vive a nivel global donde, según plantea la filósofa feminista Judith Butler, “parece que sobrevivimos precisamente para vivir, y la vida, en la medida en que requiere supervivencia, debe ser más que esto para que sea digna de vivir”[1].
En el transcurso de casi tres décadas, el movimiento ciclista latinoamericano ha salido a las calles y conquistado importantes logros, pero, asimismo, ha sufrido grandes derrotas. Pues bien, no hay mayor pena que la pérdida de una vida humana, más si se trata de personas con quienes compartimos solidaridad y militancia.
Les ciclistas hemos buscado diversas maneras de honrar a quienes han fallecido en siniestros viales: bicicletas blancas, rodadas conmemorativas o acciones legislativas. Asimismo, pasar de hablar de “accidentes” a “siniestros” ha sido un gesto no sólo lingüístico, sino político. Al enunciarlas de esta manera, podemos hablar de muertes que podrían haberse evitado, de movilidades vulnerables y de los sistemas que condicionan esa vulnerabilidad. Podemos también hablar de las alternativas que podemos crear para que nuestra condición en la calle deje de ser “supervivencia”, y sea más bien el desenvolvimiento pleno de nuestra subjetividad.
Nos dice Butler, “…en todas las formas de dependencia los cuerpos necesitan no sólo de otra persona, sino también de sistemas sociales de apoyo que son complejamente humanos y técnicos”. Esto ha quedado al desnudo con la pandemia, que acentúa la vulnerabilidad en ausencia de un sistema que sostenga la vida. Quisiera llevar esta lectura a la situación que se vive en las calles. Allí podemos percibir un sistema global que sostiene la automovilidad: las prácticas, materialidades, instituciones y paisajes centrados en el automóvil privado y que tiene la capacidad de reconfigurar la vida urbana[2]. Pareciera que además de “reconfigurar la vida urbana” la automovilidad ha reconfigurado nuestro sistema de valoración de la vida. Con más de 1,3 millones de muertes anuales a nivel global, la automovilidad también trae consigo la naturalización de los siniestros viales como el “precio que hay que pagar” para tener ciudades modernas, eficientes, productivas y de talla mundial. Es decir, instaura una jerarquía que traza los lineamientos de cuáles son las vidas que vale la pena vivir, sostener, y conmemorar; y cuáles vidas serán arrojadas a la precariedad.
Ante la capacidad destructiva del automóvil ¿quién o qué sostiene las vidas ciclistas?
Ante la voracidad del complejo petrolero, las inmobiliarias, y la especulación urbana (aliadas de la automovilidad) ¿quién o qué sostiene todas nuestras vidas?
Sugiero que pensemos en en el grito “¡No más ciclistas muertxs!” como una respuesta a la precarización de la vida en la ciudad latinoamericana, y como una manifestación del deseo de una vida digna de vivir.
Los cuerpos son vulnerables en la medida en que dependen de otros (humanos y no-humanos) para sobrevivir, prosperar y resistir. La ausencia de estos sistemas de interdependencia los empuja hacia la precarización. ¿Cómo se manifiesta la precariedad en el cuerpo ciclista? Podemos hablar, al menos, de dos dimensiones. La más inmediata es la que conocemos visceralmente: la que sentimos cuando se nos erizan los pelos en el momento exacto en el que un auto nos rebasa de manera amenazante; la indignidad manifiesta en la mala calidad de las infraestructuras para caminar o pedalear, sobre todo en los barrios más pobres; y la indolencia e impunidad con que todavía pasan las fatalidades ciclistas.
Existe una segunda. No podemos desligar nuestra vida y movilidad en la ciudad del sistema global que amenaza toda forma de vida al depredar los recursos naturales; y que genera condiciones de vulnerabilidad y precariedad extrema para quienes habitan la frontera extractivista (sobre todo las mujeres). La relacionalidad e interdependencia que caracteriza la vida humana implica que cargamos en el cuerpo propio la precariedad del cuerpo de otre. Es por esto que considero que el clamor “¡No más ciclistas muertxs!” puede leerse como parte de un movimiento más amplio, que trasciende la ciudad y que reivindica la vida a escala planetaria.
Ahora bien, la vida no es principal o exclusivamente vulnerable, pero esta idea es clave para entender las relaciones de interdependencia que nos sostienen. Incluso la resistencia política depende de relaciones de interdependenciapues ahí, en las calles, somos vulnerables. Así, los activismos ciclistas no deben subestimarse, ya que en su seno se han forjado relaciones de solidaridad, apoyo y resistencia que persisten y se multiplican hasta el día de hoy.
Si bien el repertorio de la cicletada es familiar, la tesis de Butler nos permite hacer una lectura más profunda: “los cuerpos se congregan precisamente para demostrar que son cuerpos, y para que quede políticamente claro lo que significa persistir como cuerpo en este mundo, qué requerimientos deben ser cumplidos para que los cuerpos sobrevivan, y qué condiciones hacen que una vida corporal, la única que tenemos, sea finalmente digna de vivir”.
En efecto, la bicicleta puede ser nuestra aliada en desafiar los mecanismos mediante los cuales se precariza la vida urbana. Se trata de una forma activa de moverse en la que se despiertan las capacidades corporales latentes en todos los cuerpos, y se extienden a través de su encuentro con una máquina tan flexible que puede acomodar casi todo tipo de movilidades y necesidades para moverse.
No obstante, y fiel al argumento que vengo desarrollando, soy reacia a leer las bondades de la bicicleta únicamente desde la individualidad. Es cierto, la bicicleta es un vehículo individual, pero es uno que puede ser experimentado de manera colectiva, de tal forma que las experiencias compartidas son el abono de la solidaridad subyacente. Al encontrarnos en las calles exigiendo condiciones dignas para movernos queda claro, como dice Butler, que “estos cuerpos forman redes de resistencia juntos, recordando siempre que los cuerpos no son sólo agentes activos de resistencia, fundamentalmente necesitan apoyo”.
Muchas veces hemos encontrado este apoyo en nuestres compañeres ciclistas, pero además de esta infraestructura humana, requerimos de un sistema de apoyo amplio: infraestructura física, sí, pero también marcos normativos, instituciones, cambios culturales y estructuras de valores renovadas donde las vidas ciclistas sean elevadas a la condición digna que amerita toda vida. Dicho de otro modo, necesitamos condiciones que habiliten la actividad libre de todos nuestros cuerpos, sin temor al acoso, a la detención policial arbitraria, a la criminalización de nuestra movilidad y de la protesta y, especialmente, sin miedo a la muerte.
Finalizo invocando una vez más las palabras de Butler, cuyo trabajo en torno a la vulnerabilidad, las muertes que lloramos, y la precariedad me ha ayudado a pensar en las vidas ciclistas – en mi propia vida ciclista pues, como afirma Daniela Suau, “mañana voy a ser yo” – y en la digna rabia que nos mueve como continente:
“Salimos a las calles porque necesitamos caminar o movernos allí, necesitamos que las calles sean estructuradas para que, aunque estemos en silla de ruedas, nos podamos mover y podamos atravesar ese espacio sin obstáculos, acoso, detención administrativa, miedo a ser lesionado o muerte. Si estamos en las calles es porque somos cuerpos que necesitamos apoyo infraestructural para continuar nuestra existencia y para vivir vidas que importan.”
[1] Butler, J. (2017). Vulnerabilidad corporal, coalición y la política de la calle. Nomadas, 46.
[2] Sheller, M., & Urry, J. (Eds.). (2006). Mobile technologies of the city. Routledge.