Por Claudia Arellano
Fotos Víctor Rojas
Cada vez que se me cruza la loca idea de hacerme de un autito para poder desplazarme con mayor “facilidad” con mis ahora dos hijos por esta ciudad, sucede algún evento significativo que me recuerda que la solución no es esa, que sí es una opción más, pero eso no es la solución a mis problemas actuales de movilidad. Y entonces aparece en mi mente la siempre bien ponderada Candelaria roja, mi eterna bicicleta, esa que compré con apuro y bajo presupuesto cuando me robaron mi primera bicicleta, esa que no tiene marca (ni un made in siquiera), que es pesada como lo son todas las bicis de acero, sin cambios, con las ruedas descentradas, y un volante tan incómodo pero grande, cual perrito fiel moviendo la cola para recordarme que con una enchuladita en el taller y una sillita de bebé, igual aperra como lo ha hecho estos últimos años con Emiliano y conmigo embarazada.
Y es que el uso de la bicicleta está directamente relacionada con el ciclo de vida. Cuando se es joven, soltera(o) y sin hijos, la bicicleta es lejos el medio por excelencia para desplazarse por esta metrópoli. Sin embargo, con la llegada de un hijo, y las precauciones que se deben tener, muchos prefieren dejar la bici sólo para uso recreacional y comprarse un auto, donde puede ir con mayor comodidad a todas partes junto a un bebé, sobre todo en invierno.
Y es que, haciendo un análisis de la situación entre todos los modos de transporte, en verdad son hartos los factores que te empujan a preferir el auto. Yo ya había hecho la prueba cuando nació Emiliano. Tanto el metro como la micro son intentos casi suicidas en hora punta si se considera que además de un nuevo pasajero debes ir con coche, bolsos, y bip en mano. Debes limitarte tanto a aquellas líneas que dispongan de elevadores como a aquellos buses que tengan puertas amplias, ramplas, y sin ese incómodo torniquete donde ahora se discrimina hasta los gordos porque sólo los flacos pasan por ese estrecho torniquete. Entonces, tanto la infraestructura como las facilidades y comodidades de los modos metro y micro, te empujan a preferir otro medio, si es que tienes opción, sino la tienes, debes moverte tú y tus hijos bajo esas incómodas condiciones que reducen y limitan tu movilidad.
Es entonces donde la figura del tan aspiracional auto con sillas para bebé y alzadores con híper seguridad dignas de los autos de la fórmula uno se empieza a dibujar en tu imaginario móvil y en tu presupuesto. Y es en este último punto, donde se desdibuja inmediatamente de mi imaginario.
Habían pasado 8 años desde que hice ese análisis cuando nació mi primer hijo, Emiliano, y lo resolví a sus 10 meses cuando ya afirmaba la cabeza comprándole una silla de bebé, la que va montada en la parte trasera, y así nos movilizamos durante 6 años, edad en la que su peso y talla comenzaron a ser demasiado pesado mi andar. Por lo demás a los 5 años Emiliano había aprendido a dejar las rueditas y ya montaba su propia bici. Como en ese entonces vivíamos en el corazón de Santiago, teníamos ciclovía a la puerta y era relativamente fácil y práctico movernos por nuestros destinos comunes.
Ahora el escenario era un poco más complejo, se nos sumaba un nuevo participante, seguía siendo yo la única adulta responsable de llevarlos a todas partes y velar por su cuidado personal, residíamos en una comuna periférica y la cesantía para mí como jefa única de hogar me obligaba a dejar las opciones más costosas como un “autito”, porque por muy autito que fuera, usado (obvio) la cosa es que con niños el tema de la seguridad es fundamental y eso las automotoras lo saben y por cada accesorio de seguridad (air bag, frenos abs, antivuelco, sillas certificadas, seguros de accidentes, etc, etc, etc) te suben el precio a uno similar al de un auto de verdad.
En un principio, el famoso sistema de taxis privados (UBER) pareció perfecto para desplazarme con dos niños a un precio moderado, considerando que lo usaba sólo en casos de urgencia como un día lluvioso y muy frío, o en horas punta. Yo había conocido el sistema en México y me había familiarizado bastante con él, por un tema de seguridad, y porque en Ciudad de México, las distancias son enormes, tanto como su ciudad y su población, por lo que lo usaba con frecuencia sobre todo en las noches, donde prefería dejar la bici en casa y usar esta alternativa. Cuando volví a Chile, el sistema ya estaba instalado y me facilitó harto el invierno con mi segundo hijo recién nacido y Emiliano ya más grande moviéndonos de periferia a centro y viceversa. Ahhhh por fin podíamos ir cómodos, y no importaba si había tráfico porque el taxímetro no te cobraba de más.
Hasta que se declaró ilegal el sistema, y aunque continuó operando, ahora como dejaban de ser colectivos y pasaban a ser autos particulares piratas, debían cumplir con los accesorios dispuestos por ley para el transporte de niños, es decir, yo tenía que llevar la silla (huevito) del Tomás, y el alzador de Emiliano para cada viaje que realizaba en UBER. Y eso me resultaba sólo cuando iba de una casa a otra casa, pero no para ir al médico, a realizar trámites, u otros destinos no familiares, por lo que esa opción, que hasta el momento era la única opción para una mamá sola con dos hijos, bajo condiciones de seguridad y comodidad, comenzaba también a desdibujarse, y cuasi me obligaba a tener que endeudarme y someterme al sistema unimodal del uso único y exclusivo del auto particular, gastando casi el 50% de mis ingresos (que en ese entonces eran cercanos a cero) entre el pago del crédito automotriz, los costos fijos y de operación (combustible, mantención, patentes, permisos de circulación, seguros, etc, etc, etc).
Fue entonces cuando ya en primavera invitaron a Emi a un cumpleaños, un primito que vive relativamente cerca, y decidí llevarlo en mi bici, que ahora ya no tenía la silla trasera (por apuro económico la había tenido que vender), así que el Emi se fue a la antigua no más, sentado en la parrilla afirmándose de mí. Me fui por calles interiores para evitar la avenida donde pasan puras troncales, y como buena comuna popular, las calles interiores están en pésimas condiciones, así que por lo mismo había desechado la idea que Emi se fuera en su propia bici, la que además había cambiado por una de un aro más grande y aún no dominaba por completo, así que decidí que aún no era momento de salir autónomamente en su propia bici, menos por esas calles en que los hoyos son más grandes que el largo de su bicicleta.
Fue en ese corto trayecto que Emiliano recordó los 6 años de viajes diarios desde Santiago a Huechuraba ida y vuelta, y me dice: “En verdad, es rico andar en bicicleta, como que uno se siente libre” … “no nos demoramos nada y no tuvimos que pagar, en serio en bicicleta llegamos más rápido a cualquier parte” “ahora entiendo por qué te gusta tanto andar en bicicleta mamá, creo que lo voy a intentar yo mismo, ¿podemos empezar a practicar mañana mamá? (sic)”. Fue en ese momento, donde emocionada hasta las lágrimas, sentí que aquellos 6 años de ires y venires en nuestra “nave espacial” predicando con el ejemplo cotidiano el cambio de paradigma (de movilidad) y de cultura vial, siendo partícipe y activista de esta nueva clase móvil, de los que optamos por la autonomía de nuestro tiempo personal, de movilidad y de ocio, que asumimos un costo de esfuerzo físico a cambio de uno monetario, había surgido efectos.
Así que al otro día partimos con la práctica, después de unos porrazos y caídas dentro de casa, logró dominar el aro 20. Pero aún faltaba algo, para salir a la calle, debíamos llevar también a su hermano, porque la constante de hogar monoparental persistía (no por elección claro está) y por tanto la movilidad debía ser siempre pensada en 3 a todas partes. Así que esa misma semana me asesoré con las mamás pedaleras más contemporáneas quienes me orientaron en los nuevos insumos del mercado cletero, y me hice de una pequeña silla delantera, a la que si bien debo hacerle mis propias mejoras (aún creo que las sillas de bicicletas para bebés no son probadas mientras ellos duermen, ni pensadas en la comodidad del bebé sino del conductor, algo que me gustaría mejorar) me resultó perfecta para poder tener 6 ojos atentos a mis ahora copiloto y compedal, además de estar atenta al tráfico y señales del tránsito.
Así, logramos salir de a poco los tres juntos sobre dos ruedas y con nuestra propia energía a las calles cercanas ampliando cada vez más el radio. Lo malo: el pésimo estado de las calles. Lo bueno: como vivimos en barrio viejo, y acá casi todo el mundo se moviliza en bicicleta (principalmente adultos y adultos mayores, sin casco, sin chaleco y sin luces), los automovilistas que pasan por el barrio, lo hacen con precaución. Ahora ya no soy un canguro con ruedas, ahora somos 3 los que nos movemos en bici, ahora somos una familia ciclista. Aunque debo reconocer que igual se me aprieta la guata cada vez que veo pasar un auto muy cerca de mi Emiliano, pero lo mismo debe haber sentido mi mamá cuando me veía llegar con el Emi en bicicleta por plena Avenida Recoleta o calles del centro entre los buses troncales.