Por Valentina Pineda – Ciudad Feminista
La movilidad es una de las múltiples dimensiones que componen nuestra vida cotidiana, y para muchas personas, probablemente ocupa una extensa porción de tiempo durante el día. Es un acto que permite y acerca una serie de asuntos a todo nivel, ya sea en el ámbito de la reproducción social, como la alimentación, la educación, cuidados y salud, y también en el ámbito de lo productivo, como por ejemplo, el trabajo remunerado. Pero la movilidad es reflejo de la sociedad en la que vivimos y consecuencia de una serie de prioridades que la política pública, respecto a lo anterior, no ha sabido contestar. Esto tiene como consecuencia no sólo negar nuestro derecho a desplazarnos libremente, sino también el derecho al hábitat y a la ciudad, lo cual puede y debe ser garantizado a nivel constitucional.
Las movilidades urbanas, son vividas y experimentadas de formas heterogéneas en respuesta a variables sociales, económicas, culturales y de género. Así también son políticas, pues expresan y contestan relaciones de poder y desigualdad en función de distintos factores que la condicionan.
En general podemos reconocer que, por un lado, existen medios por los cuales nos movilizamos (terrestres, aéreos, acuáticos), modos (motorizados, no motorizados, colectivos, activos, entre otros) y, por último, razones o motivos de desplazamiento. Pero, tal como fue mencionado en el párrafo anterior, también hay experiencias, lo cual localiza a la movilidad como un acto complejo que no siempre provienen de la voluntad, expectativas o aspiraciones, sino a estrategias para sortear la ciudad respecto a la desigualdad socio territorial, seguridad y carencias asociadas a la infraestructura y equipamiento.
En un contexto donde, al menos desde hace tres décadas, la planificación urbana y de transporte han estado orientados a la automovilización de sus ciudades, para quienes decidimos y queremos movilizarnos por medio de modos activos, ya sea la bicicleta o la caminata, nos encontramos en absoluta desventaja respecto a los modos motorizados. La toma de decisiones asociada a esto no sólo ha transformado la ciudad, sino que ha convertido las posibilidades de desplazamiento, como muchas otras necesidades básicas, en privilegios, creando así distinciones entre modos de primera y segunda categoría.
El posicionamiento del automóvil privado como símbolo de estatus, libertad y seguridad ha tenido implicancias catastróficas para la vida urbana de la mayoría de las personas. Si bien, este ha logrado conectar y sortear la lejanía dado el crecimiento de las ciudades, disminuyendo además los tiempos de traslado, su aumento estrepitoso en las calles ha generado congestión, contaminación ambiental y acústica, inseguridad vial, lo que a su vez ha tenido consecuencias para salud de las personas y la sostenibilidad ecológica de las ciudades. Todo esto en un escenario de crisis climática y calentamiento global.
Por otra parte, la institucionalidad, lejos de abordar la movilidad desde una perspectiva integral la ha limitado a ser una respuesta frente a la búsqueda de eficiencia urbana, priorizando fundamentalmente las dimensiones productivas y de consumo, y la disminución de tiempos de traslado. Esto no sólo ha impedido cambios demandados por las personas y urgentes desde un punto de vista ecológico, sino también ha establecido barreras que limitan incorporar mejoras sustantivas respecto a la ciclo-inclusión, la caminabilidad, el acceso universal y la democratización de espacio y mejoras (y cambios) en infraestructura que todo esto requiere.
La inexistencia de una participación vinculante de las personas en estas materias ha dejado afuera completamente la experiencia y el conocimiento de las necesidades o dificultades que puedan vivenciar las personas, construyendo una movilidad a espaldas de la gente y que no da cuenta de la diversidad presente en los contextos urbanos. De la misma forma, no ha tenido consideración con todas aquellas movilidades vinculadas a los cuidados y sostenibilidad de la vida, mucho menos con quienes ejercen estos trabajos, que históricamente han sido y siguen siendo mujeres.
Todo esto se traduce en un desequilibrio en favor del tráfico motorizado, que a pesar de ser una minoría en clave androcéntrica, capitalista y patriarcal, ocupa más espacio que todos los demás modos, incluso que el transporte público y por supuesto de los medios activos, los cuales han sido condenados al espacio residual de la calle, si es que existe, y a un maltrato, exposición y violencia a causa de una cultura vial y de convivencia en las calles que es consecuente con las prioridades antes mencionadas.
Es por esto que hoy, ad-portas al proceso constituyente, reconocer y apostar a que la movilidad sea considerada un derecho en la nueva Constitución y una garantía Estatal, es una esperanza a que, finalmente, se deba y responda a la gente, sin distinción ni discriminación alguna. De esta forma estaremos democratizando el espacio para dar lugar a la diversificación de modos, pudiendo poner especial atención en aquellos que sean activos y colectivos, terminando con la individualización y egoísmo que pregona el automóvil privado. Esto último no sólo porque es injusto, sino también porque subvertir esta lógica se configura como una estrategia para mejorar la vida urbana y para afrontar la crisis climática.
Es necesario abordar la movilidad desde un enfoque de derechos que no sólo puntualice en el desplazamiento, sino también incorpore la experiencia y la diversidad, como también que atienda y de lugar a todas las necesidades humanas para las cuales se requiera movilizar. Sólo así estaremos haciendo justicia para las vidas cotidianas que, hasta el día de hoy, la ciudad no responde y cuyos trayectos y necesidades invisibiliza, niega y dificulta.